Me encontré la invitación para el Día de Muertos en mi
buzón.
Un extraño sobre, de color negro como la obsidiana, tenía mi nombre sobre
letras afiladas blancas en contraste con el fondo oscuro. Dentro:
Encuentre su salida.
Venga hoy a
las 00:00, Noche de Muertos
Calle
Xalampa, 2, Ciudad de México
Reconozco que, más que el misterio de
la carta, me llamó el ansia de presumir sobre su contenido. Ahorrarme la insustancial
fiesta de Día de Muertos de mi oficina ya entraba en mis planes, pero poder
contar el lunes siguiente que había asistido a una enigmática y exclusiva fiesta
resultaba una buena oferta para reemplazar mi noche ociosa.
Media hora antes de medianoche,
paseaba por la calle Xalampa. Un amplio terreno de huertas se escondía entre la oscuridad. En esa opaca noche no podía ver qué se cultivaba, aunque
parecían arbustos podados con buen sentido geométrico. Pocos metros más allá
una finca de dos plantas se distinguía por una tenue luz que salía detrás de
sus cortinas. La puerta ya estaba abierta, una luz dispersa como la niebla
llegaba desde una habitación al fondo de un pasillo.
Nada, ni un ruido, ni una
bienvenida. Ni un atisbo de presencia.
Allí estaba ese salón vacío. La luz emergía de
un gran cirio color sangre, situado en medio de una mesa de roble larga y tan
vacía como la docena de sillas que esperaban en torno a ella. Algo que parecía
un espejo estaba al fondo, cubierto con una sábana.
- ¿Hola? ¿Hay alguien aquí?
Nada, ni el eco me contestó. La
ausencia lo llenaba todo.
Me senté, dispuesto a esperar no se
sabe por cuánto tiempo. Quizás el susto estuviese por llegar. Revolvía la capa
de polvo de la mesa para pasar los minutos que marcaba un vetusto reloj de pared,
que parecía moverse más por milagro que por inercia. Desde la ventana rota, con
un marco de cortinas desgarradas, podía vigilar parte del huerto silencioso. Algo
de viento entraba por las grietas, haciendo bailar a las cortinas y a la sábana
sobre el espejo.
La luna me miraba sin inquietarse,
como quien escucha una respuesta que no llega. México es tierra de esperanza, hecha
para quien espera. En las agujas del reloj de la
habitación, me fijé en el minuto escaso que quedaba para las doce. Volví la
mirada.
La sábana estaba tirada sobre el
suelo. Ensangrentada.
Pude ver el espejo desnudo.
No era yo. Ese reflejo no era yo.
Lo juro.
La mesa estaba vacía, pero en el
reflejo el banquete estaba repleto. Todo tipo de viandas, repartidas en grandes
platos, acompañadas de grandes copas servidas de vino. Un gran festín, propio de
otra época. Y a su alrededor, todos ellos.
Mujeres, hombres, niños. Se parecían entre ellos, una gran familia mexicana.
Disfrazados burdamente de calaveras, con pintura corrida sobre sus caras.
Riendo, comiendo, levantando la copa o cantando a coro. Festejando la Noche de
Muertos.
Nada. Yo estaba solo en esa mesa.
Tal y como era cuando había entrado.
Y a la vez veía la fiesta a través
del espejo. Ni que yo fuera Alicia.
Me busqué en la fiesta reflejada. Me encontré. Y eso me heló la sangre.
En mi silla, donde debería estar yo…
Había una figura muy delgada y blanca. Apenas se movía, no dejaba de mirarme fijamente
desde sus cuencas de ojos vacías y profundas. Caí en la cuenta de por qué tenía ese aspecto. Las
calaveras de la familia eran coloridas, pero mal pintadas. Donde yo estaba
había un cráneo de marfil, color hueso auténtico. Una calavera de verdad unida a un esqueleto igual de macabro.
Grité. Y las mandíbulas de ese
cráneo se abrieron. Dentro no había lengua ni encías, nada más que dientes.
Me eché para atrás en la silla, y
ese esqueleto se movía igual. Me imitaba.
Me giré hacia la salida. La luz de
la luna era más intensa aún, y conseguí ver qué se cultivaba en el huerto
exterior, aquellos extraños arbustos. Aquello no eran cultivos…
Eran lápidas.
Volví a horrorizarme, y aquel saco de huesos del espejo
reaccionó conmigo. No podía ser…
Y de repente, la llama de la única vela palideció, a merced
de la corriente de aire que llegaba desde la ventana. Los colores azulados y
amarillos del pequeño fuego bailaban y se hacían cada vez más tenues… Me
acerqué a la vela, me abalancé sobre ella, tratando de poner mi cuerpo en medio
para cortar la corriente. También el esqueleto se agitó al otro lado de la
realidad, tumbándose sobre la mesa. Con mis manos protegía la débil luz para
que el viento no la extinguiese… Entre las falanges del hombre sin vida se
podía ver una mota de luz brillante que cada vez era más pequeño. Pese a que ya
no había aire que rozase la vela directamente, el minúsculo punto luminoso se
disolvía en humo, desapareciendo entre la cera...
Y se apagó.
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