martes, 1 de mayo de 2018

Mi Walden particular

Verde que te envuelve, que tapa la luz del sol para que sólo veas más hierba, que te abre un paisaje de paz y de apasionantes aventuras... Si el verde es mi color favorito es porque mi infancia ha estado marcada por mis incursiones a los bosques. Mi pasión por investigar cada rincón del mundo natural debió resultar alguna vez cargante para mis amigos, quienes sin embargo no dejaban de acompañarme, muestra de que también disfrutaban. Si algo me llamaba de seguir los confusos senderos trazados en la espesura era la sensación de que allí todo estaba por descubrir, muy diferente al entorno urbano totalmente delineado y sin secretos. Qué triste cuando crecemos y nos volvemos en torno a nuestro exclusivo mundo humano, cuando tantas sensaciones siguen floreciendo ahí fuera.


Movido a medias por la nostalgia del pasado y por la curiosidad de lo que el presente seguía guardando, me he puesto unas botas para ir a recorrer los paisajes que desde los 8 años tanto me han enseñado. Había llovido el día anterior, por lo que las hierbas estaban mojadas aunque a simple vista no lo pareciese: esas finas hojas van mojándote los zapatos con mucho mimo hasta que a los pocos pasos ya tienes el calzado totalmente empapado. 


Pero eso no apagó ni un ápice de mi ser aventurero, lo mismo que los arañazos de las ortigas y las manchas de barro no detuvieron a mi ansia infantil de abarcar el infinito. Seguí adentrándome pese a que parte de la tierra resbalaba y me hacía tener que pisar con mucho tiento. De pequeño, ni siquiera el repentino ruido que parecía provenir detrás de un arbusto me alteraba: siempre tenía un largo palo en la mano para defenderme de la amenaza más insospechada, la propia naturaleza dota a uno de todas las armas necesarias para defenderse de ella. 


Cuando de pequeño has sentido el arrojo de cruzar a cualquier sitio, de llegar hasta el final de toda senda, llegas a adulto y descubres un obstáculo insalvable. Nuevas plantas que no estaban allí han tenido años de sobra para crecer y fortalecerse.


No puedes avanzar, el sendero que tantas veces habías recorrido con avidez ahora está totalmente bloqueado. Lo intentas, aunque sea desviando unas ramas, pero unos centímetros más allá los arbustos emergen del todo infranqueables, ni siquiera puedes poner un pie adelante.


A mi mente viene el antiguo camino descendente entre los árboles, hasta llegar a la explanada conocida como el búnker donde las copas de los árboles proyectaban una sombra que permitía el crecimiento de un musgo mullido alrededor de una extraña estructura de hormigón.
Ya no parecía haber forma de llegar hasta allí.

Pero sí, había otro camino que parecía mucho más marcado en su fisura que el que me había visto obligado a abandonar. Como se puede observar, era un camino algo más arriesgado, a cuyo lateral una pendiente se deslizaba algo más de una decena de metros. Pero si de niño nunca temblé, menos iba a hacerlo de mayor. A pesar de ser más grande y pesado - y seguramente menos hábil en mi equilibrio - me lancé rápidamente por el camino estrecho, donde al final podía vislumbrar lo que me hacía feliz: un grueso muro de hormigón que identifiqué de inmediato. No me costó nada pasar a través de ese desfiladero en que apenas me cabía un pie, las ganas de llegar cuanto antes me llevaban solas y mi cuerpo estaba protegido de toda caída por el aura de Gaia.


Tras salir del camino, pude observar mejor la estructura del búnker. Me recordaba perfectamente a lo que conocía de pequeño, pero no así sus alrededores: no había ya ninguna explanada sino que las plantas prácticamente devoraban la muralla. Y no se limitaban a eso, sino que se colgaban por encima e iban colonizando lentamente el cemento. De nuevo, me volví a dar cuenta de que a pesar de haber ganado algo de distancia respecto a la primera desviación, por aquí tampoco me iba a ser posible avanzar más. Y no había un tercer camino en ningún sitio, bien lo sabía de pequeño y lo podía comprobar desde mi tiempo actual. Me hubiera gustado poder ir más lejos, donde una vez tuvimos una precaria cabaña en un árbol. Pero por aquí, la naturaleza había dicho basta.

El búnker en sí no tenía nada de apasionante. Seguramente era lo más aburrido de todo el bosque, precisamente por lo que tenía de antrópico contraste con todo el medio natural que lo rodeaba. Y lo que era peor, a sus pies se acumulaba bastante basura. De vez en cuando buscábamos con la mirada algo que pudiera interesarnos, como si fuésemos a encontrar dinero, pero no eran más que restos.


Y esta vez, para no faltar a la tradición humana de ensuciarlo todo, allí estaban los restos de dos sillas. Una de ellas, la azul, invitaba a sentarse a contemplar como la maleza tupida engullía toda posibilidad de seguir adentrándose en el misterio. La naturaleza me había mandado un mensaje: ella también había crecido al igual que yo lo había hecho durante este tiempo, y que ambos nos hemos ido ocultando secretos que son difíciles de volver a transitar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario